La ciudad abandonada (Giovanni Papini)

 

Tien-Tsin, 13 diciembre

 

La ciudad más maravillosa que he visto en toda el Asia es sin duda alguna aquella que descubrí, una noche de octubre, al oriente de Khamil, en pleno desierto.

La caravana de camellos reunida con gran trabajo en Turfan, era demasiado lenta para un hombre habituado, en América y Europa, a la rapidez de los trenes de lujo. Además, los conductores mongoles de camellos se me habían hecho odiosos en las tres etapas, durante las cuales había tenido que dominarme para no fustigar a los más desaprensivos. Al llegar a Khamil, con la excusa de hacer nuevas provisiones, parecía que ya no se querían mover de allí. Desesperado al verme detenido en aquella puerca ciudad donde no tenía nada que hacer ni que ver, pregunté al jefe de los sirvientes, Ghitaj, si era posible marchar adelante a caballo, para esperar a la caravana en pleno desierto.

A la mañana siguiente dejamos la repugnante Khamil montados en dos caballos peludos y pequeños, pero rapidísimos, y corrimos hacia el Este.

El aire era frío, pero sereno. La pista se alargaba casi recta entre la hierba corta y dura de la inmensa estepa. Cabalgamos muchas horas en silencio, sin encontrar alma viviente. Al recuesto de una duna arenosa hicimos alto para comer el carnero asado que llevábamos. Ghitaj consiguió hacer un poco de fuego con las malezas y me ofreció la bebida famosa de los mongoles: el té con manteca fundida. Los caballos pacían bajo el sol blanco. Reanudamos la carrera hasta el crepúsculo. Ghitaj decía que junto al camino debíamos encontrar un campamento de pastores de caballos. Pero no se descubría ninguna humareda en parte alguna del horizonte. En el crepúsculo, todavía límpido, se distinguía aún la pista. Una luna casi llena se elevó, a Levante, sobre la línea de la llanura.

Los caballos ya daban señales de cansancio. No podía hacerse nada más que seguir. Volver a Khamil significaba deshacer todo el camino que habíamos hecho, es decir, cabalgar durante toda la noche. Ghitaj continuaba espiando en la polvareda blancuzca de la inmensidad una señal del campamento, que según él, debía hallarse cercano. La luna se había elevado y los caballos relinchaban; se levantó el viento gélido de la noche, no contenido por los montes ni por las plantas. De cuando en cuando, Ghitaj se detenía para escuchar y para beber algún sorbo de vodka. Ninguna tienda, ningún rumor, ninguna voz. Miré el reloj: eran las diez. Hacía dieciséis horas que cabalgábamos. Los caballos marchaban al paso y temíamos que, de un momento a otro, se tendiesen en el suelo, agotados.

De pronto se levantó ante nosotros, a una media milla, una larga sombra alta, maciza, rectilínea.

Ghitaj no supo decirme de qué se trataba. En algunos puntos la sombra se elevaba recta, como una torre. Conforme nos acercábamos, más seguro me parecía que se trataba de las murallas de una ciudad. Ghitaj, más taciturno que de costumbre, no respondía a mis preguntas.

No me equivocaba. En la blancura velada de la luna otoñal, se alzaba ante nosotros la cinta inmensa de una alta muralla, con sus redondas atalayas. ¡Una ciudad!

Me sentí feliz. Aquellas murallas significaban un cobijo, un albergue, una cama, la salvación. Pero Ghitaj permanecía siempre callado y no me pareció muy satisfecho de hallarse allí. Le pregunté el nombre de la ciudad, pero no quiso decírmelo.

-Es mejor no entrar -me dijo de pronto.

No comprendí. Había llegado ante una puerta altísima, de vieja madera, constelada de grandes clavos de hierro. Se hallaba cerrada. Golpeé con la culata del fusil. Nadie contestó.

Ghitaj se había apeado del caballo y permanecía de pie, meditabundo.

Viendo que nadie abría, pensé en dar la vuelta a la muralla para encontrar otra puerta. A una media milla, entre dos torres, se abría una vasta bóveda vacía, especie de boca de un agujero. Entré allí dentro, pero después de haber dado unos veinte pasos el caballo se paró. En el fondo del arco aparecía una puerta cerrada. Mis golpes quedaron sin contestación. No se oía ningún rumor más allá de los batientes gigantescos.

Salí de nuevo para continuar la vuelta al recinto. Las murallas se alzaban siempre altas, vetustas, desiguales, hoscas, como una escollera que no tuviese fin. A poca distancia de la puerta grande se abría una poterna poco aparente, pero visible, porque sobre ella aparecían esculturas de mármol ennegrecido: me parecieron, a la luz contusa de la luna, dos serpientes antropocétaias que se besasen. Estaba cerrada como la otra, pero haciendo fuerza parecía que cediese. Ordené a Ghitaj que me ayudase. A fuerza de golpes de hombro los dos batientes de madera podrida se desencajaron y resquebrajaron.

Pero Ghitaj no quiso entrar conmigo. No le había visto nunca tan abatido. Se tendió en el suelo, con la cabeza apoyada en la muralla, y sacó una especie de rosario.

-Ghitaj espera aquí -dijo-. Ghitaj no entra. Usted no debería entrar.

No le escuchaba. Mi caballo estaba cansado, pero parecía que la proximidad de aquellas construcciones le había dado nuevo vigor. Entré en un laberinto de calles estrechas, desiertas, silenciosas. Ninguna luz en las puertas, en las ventanas: ninguna voz, ningún signo de vida. Todas las salidas estaban cerradas. Las casas eran bajas y, a lo que me pareció, pobres y de deplorable aspecto.

Llegué a una plaza vasta, inundada por la luz de la luna. Alrededor me pareció percibir una corona de figuras, demasiado grandes para ser hombres. Al acercarme vi que eran estatuas de piedra, de animales. Reconocí el león, el camello, el caballo, un dragón.

Las casas eran más altas y más majestuosas, pero cerradas y mudas como las otras que había visto antes. Probé de llamar a las puertas, de gritar. Ninguna puerta se abría, nadie respondía. Ni el rumor de un paso humano, ni el ladrido de un perro, ni el relinchar de un caballo, rompían aquella taciturna alucinación… Recorrí otras calles, desemboqué en otras plazas: la ciudad era, o me lo pareció, grandísima. En un torreón que se alzaba en medio de un inmenso claustro me pareció columbrar un resplandor de luces. Me detuve para contemplar. Un batir de alas me hizo comprender que se trataba de una bandada de aves nocturnas. Ningún otro ser viviente parecía habitar la ciudad. En una calle vi algo que blanqueaba en un pórtico. Me apeé del caballo y a la luz de mi lámpara eléctrica reconocí los esqueletos de tres perros, todavía unidos al muro por tres cadenas oxidadas.

No se oía en la ciudad desierta más que el eco de las cansadas pisadas de mi caballo. Todas las calles estaban embaldosadas, pero, según me pareció, crecía muy poca hierba entre piedra y piedra. La ciudad parecía abandonada desde hacía pocas semanas, o, todo lo más, desde pocos meses. Las construcciones se hallaban intactas; las ventanas de postigos barnizados de rojo, cuidadosamente cerradas; las puertas, apuntaladas y atrancadas. No se podía pensar en un incendio, en un terremoto, en una matanza. Todo aparecía intacto, pulido, ordenado, como si todos los habitantes se hubiesen marchado juntos, por una decisión unánime, con calma, a la misma hora. Deserción en masa, no destrucción ni fuga. Encontré de pronto en el suelo un jubón de mujer y un saquito con algunas monedas de cobre. Si me detenía de pronto para escuchar, no oía más que el roer de las carcomas o el escarbar de los topos.

Cabalgaba por las rayas geométricas que formaba la luna entre las sombras desiguales de las construcciones. Llegué a un palacio, enorme, de ladrillo, que tenía el aspecto de una fortaleza y había sido, tal vez, un alcázar o una prisión. En el portal mayor, dos colosos de bronce, dos guerreros cubiertos de armaduras mohosas, dominaban como centinelas de los siglos muertos, mirándose fieramente desde el fondo de sus cuencas vacías.

Y entonces comencé a sentir el horror de aquella ciudad espectral, abandonada por los hombres, desierta en medio del desierto. Bajo la luna, en aquel dédalo de callejones y de plazas habitadas únicamente por el viento, me sentí espantosamente solo, infinitamente extranjero, irrevocablemente lejano de mi gente, casi fuera del tiempo y de la vida. Me sentía sacudido por un escalofrío, tal vez de cansancio y de hambre, tal vez de espanto. El caballo caminaba ahora muy lentamente, con el belfo hacia el suelo, y de cuando en cuando se detenía y temblaba.

Conseguí, por fortuna, encontrar la poterna por donde había entrado. Ghitaj, envuelto en la pelliza, dormitaba. A la madrugada divisamos una humareda lejana: era el campamento que creíamos poder encontrar la pasada noche. Mi caravana llegó dos días después.

Nadie, en toda la Mongolia, ha querido decirme el nombre de la ciudad deshabitada. Pero con frecuencia, en Tokio, en San Francisco, en Berlín, vuelvo a verla como un sueño terrorífico, del cual, tal vez no se desearía despertar. Y me siento punzado por la nostalgia, por un gran deseo de volverla a ver.

About Carlos de Landa Acosta

ensayista, traductor y artista digital
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